Sobre la pantalla un hervidero de objetos se deja ver siendo llevado por una masa acuosa arrolladora e inconsciente, alguna vez ola…
Es ahí que habitaron hombres y mujeres, trabajando, amando, dando vuelta los días entre la rutina y la expectativa de prosperar, en todo prosperar.
Nada muy diferente al modo en que el resto de la humanidad resuelve ser. Nada de fondo ni superficial que denote superioridad de un pueblo respecto de otros pedazos del planeta. Salvo claro, un determinado liderazgo tecnológico ligado a la posición que domina desde el desarrollo, el bienestar, junto al consumo y sus infinitas combinaciones y configuraciones; con el magno objetivo de proveer satisfacción a un personaje de veras insaciable. Personaje desaparecido, arrastrado en la mezcla turbia de un exceso de partes de muchos bienes desarticulados de toda esa instalación hasta ayer necesaria, precisa, exacta, y probadamente resistente.
Esta vez fue la otra vez que el mandala urbano terrestre fue devorado por la fuerza de una mandíbula descomunal, inadvertida y hambrienta. No hubo allí previsión posible, ciencia posible, entrenamiento, dique o protocolo que resguardara esa regularidad vital, esa inspiración y anhelo en que se ordenaron muchas lindas vidas.
Antes visto sólo en el montaje experto del director que fascina a la taquilla con catástrofes megalómanas, paseos al desastre, animaciones con efecto para la desesperación e infelicidad.
Un mundo grosero frito y refrito de ignorancia, fundado en el deseo a toda costa.
“Lo siento mi hermano, yo soy tu, tú eres yo”
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